lunes, 30 de julio de 2007

1968: Parte de Guerra

Autores: Julio Scherer García y Carlos Monsiváis
Título: Parte de Guerra, Tlatelolco 1968
(Documentos del general Marcelino García Barragán.
Los hechos y la historia)

Editorial: Nuevo Siglo Aguilar
País: México, D.F.
Fecha: junio de 1999
Primera edición


La guerra, real e imaginaria, es contada por ambos periodistas y escritores, íntimamente ligados al movimiento del 68, ya sea como activos participantes o como férreos defensores de él. Esta cualidad, no disimulada en sus crónicas, los convierte en los sustentadores del espíritu revolucionario, crítico, amoral (según, claro está, la débil moral de la época), libertador, patriótico y profundamente filosófico (y por ende, ingenuo, idealista y prácticamente quimérico, según Monsiváis).

El libro, dividido en dos partes, presenta la parte real: los documentos del general de división Marcelino García Barragán, obtenidos con la ayuda y entrevistas a Javier García Paniagua, hijo del primero. Esta parte, enriquecida con los documentos emitidos por el general brigadier José Hernández Toledo y reproducidos linealmente, es por un lado el aspecto realista del movimiento, el sustentado en pruebas y evidencias irrefutables, pero –irónicamente– es también la parte imaginaria: la parte que confirma que el movimiento (exclusivamente estudiantil desde su inicio) fue para el gobierno diazordacista un auténtico complot, una corriente de tintes soviéticos orquestada, desde luego, desde la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El enemigo más visible: los estudiantes. Subversivos, rebeldes, influenciados por ideologías erróneas (el socialismo, el marxismo, la libertad) y por movimientos completamente ajenos a su realidad (París, Praga), ignorantes, grilleros, violentos. El gobierno coloca la estampa indefectible a la masa de jóvenes radicales y activistas. Sus propuestas no pueden, no deben mancillar el acto más simbólico y postrero de la presidencia de Díaz Ordaz: los Juegos Olímpicos, su catapulta a la posteridad.

La segunda parte, inherentemente subjetiva aunque rigurosamente cronológica, es el camino descrito por Monsiváis a través de las voces de los participantes, de los caídos, de los reprimidos. La reseña exhaustiva de los mítines, de las reuniones, de los cantos, la algarabía, las pancartas, la ilusión y la certeza de que esos días serían –y probaron serlo– definitivos para la vida de México, el México democrático y libre.

El 2 de octubre se presenta enmarcado por sus antecedentes históricos, por el contexto, no sólo nacional, sino internacional en el que se suscitó y, naturalmente, por su repercusión y perdurabilidad en la memoria colectiva que, a falta de una versión oficial realmente apegada a los hechos incuestionables, se apoya en la indignación y el recuerdo de la muerte, en los ideales de entonces y en la constatación de que pueden callarse las voces, pero jamás se silenciará del todo a los oprimidos. La historia es escrita por los vencedores, pero no por ello es olvidada por los vencidos.

Los estudiantes de 1968 (y de años anteriores, desde luego) están acompañados, al menos ideológicamente, por los sometidos de Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Albania, Corea del Norte, Bulgaria, China y Alemania Oriental. Un mapamundi ahora obsoleto, producto de la Guerra Fría. El movimiento, entonces, no es solamente mexicano y es inútil juzgarlo desde una perspectiva provinciana. El comunismo se ha convertido, no sólo en México sino en todos los países capitalistas, en el enemigo a derribar, es la amenaza latente y el germen de la sociedad (germen que engendrará después lo que el gobierno toma como un virus estudiantil).

No hay una razón definida del conflicto estudiantil de 1968. Los antecedentes pueden ser tan amplios como se quiera, pues desde las revoluciones ideológicas, izquierdistas o espirituales se prevé una disyuntiva Sistema-Razonamiento, el que gobierna y el que cuestiona. Los orígenes, pues, van mucho más allá de una hostilidad entre porros. La insurgencia de electricistas, ferrocarrileros, telegrafistas, petroleros incluso y profesores y, para avalarlo, estudiantes, en 1958 es una corta muestra de lo que sucedería diez años después. La revolución cubana, el autoritarismo norteamericano, el presidencialismo mexicano, la movilidad de la juventud –sus ganas de cambiar y reformar el añejo sistema, la fe en líderes revolucionarios que de pronto son una opción viable y completamente contemporánea (Fidel Castro, el Che Guevara), la opresión de la Iglesia y el Estado, ... todo ello son alicientes para los estudiantes que protestan por una educación, una vida mejor.

De que el movimiento fue demasiado idealista, Monsiváis nunca duda. Los testimonios de activistas que, de pronto y sin previo aviso, se encontraban tirados pecho tierra en la Plaza de las Tres Culturas, sintiendo el miedo como su segunda piel, pensando en las promesas aplazadas, en la familia y el amor (en el sexo y la aterradora realidad de que era concepto ya por siempre vedado para ellos), sabiendo que son insignificantes, que una bala sencillita y al carajo, reprendiéndose por haber sido tan ilusos y apoyarse en la Constitución, todos estos testimonios lo confirman. Idealista, sí, pero de no haberlo sido sería hoy un movimiento condenado al olvido.

Las marchas y los mítines de meses anteriores, desde agosto y septiembre, culminan en la tarde del 2 de octubre, en un acto que transcurre un tanto somnoliento aunque emotivo*, y que deviene en algo que, muy livianamente, puede calificarse como masacre. Ya desde la incursión de los granaderos en el conflicto entre las pandillas de Los Arañas y los Ciudadelos se suceden una serie de actos brutales, inexorablemente violentos, que atentan contra la dignidad humana (según los estudiantes y maestros). Los encarcelamientos, la ocupación del ejército, el uso de ametralladoras y armas de alto poder, todos ellos conceptos ajenos a la lucha cuyo estandarte es el cambio democrático. Lucha patriótica (los estudiantes, avasallados y como subversión casi cínica a los granaderos, entonan el Himno Nacional –las consabidas dos estrofas, confiesa uno– con los ojos cerrados y la voz quebrantada) que despoja al gobierno de sus héroes, ensalzados sólo en los libros de texto: Hidalgo, Morelos, Zapata, Juárez, Villa. Lucha no menos risueña que la actitud de sus actores, entre cuyas propuestas radicalísimas se encuentra un concurso para darle a las principales avenidas de la ciudad nombres más acordes con los tiempos; por ejemplo: Avenida Circunvalación se llamará Avenida Mick Jagger**.

El sueño termina a las seis con diez de la tarde, simbolizado en dos luces de bengala que descienden desde un helicóptero. Balas furtivas, sangre derramada, gente que corre. Muerte de niños, mujeres, ancianos, hombres, estudiantes, idealistas. La prensa que lo entierra con titulares estériles: Recio combate al dispersar el ejército un mitin de huelguistas. Veinte muertos, 75 heridos y 400 presos, influenciada o vejada quizás por el dedo duro del gobierno. Cifras exactas nunca dadas, pero seguramente atroces, reveladoras.

Décadas después y el movimiento nunca fue acallado. Se convirtió en el antes y el después, en la referencia ineludible del México contemporáneo y aún del México ancestral, en el dedo en la galla, en la cara del cinismo y la violencia, en la imagen de un proceso democrático latente que, afortunadamente, no pudo ser derrotado del todo.


* Página 236

** Página 185


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