En
“Quiero bañarme, afeitarme, lavarme los dientes, arreglar mis libros, leer, estudiar, volver a la escuela”[1] dice el narrador al inicio de la novela, sumido en un trance entre alcohólico y mortífero: la muerte en vida, el inevitable delirium tremens. Y quizás solamente de ello trata la historia entera, del delirio y la anticipación, pero sobre todo de una necesidad siempre presente de regresar al pasado, a los tiempos mejores en que –al menos para el narrador– el amor estaba simbolizado en la figura nunca impura de su hermana. Porque la pérdida de la pureza es la que conduce a la perdición, la que desvía del camino ya planteado y aceptado de cursar una carrera, vivir en una pensión para estudiantes y estar lejos de la tierra amada –un Veracruz selvático, virgen y semejante al paraíso– y del amor ignorante y por ello puro de Adriana. Y por eso dice que todo comenzó con el perro, porque las veredas ya trazadas siempre presentan obstáculos y recovecos oscuros y terribles. Porque todo termina en un deseo ingenuo de recuperar una vida normal: asearse, estudiar, vivir sin más temores ni preguntas que las ordinarias y sencillas. Contar con certezas: ése es el sentido de la vida. Porque todo se destruye una vez que el escenario se transforma en una película de misterio o suspenso en la que los personajes (la mayoría de ellos absurdos y acartonados) tienen participaciones tácitas o disfrazadas. ¿Por qué ser el títere de nuestra propia vida? El narrador de
No deja de sorprender que el título profesional de Juan Vicente Melo sea el de médico. Principalmente porque su primera novela (1969) es metafísica de rigor y hasta filosófica, de una subversión lacerante. Antirreligiosa, transgresora –y para muchos amoral–
[1] Juan Vicente Melo,


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