domingo, 26 de agosto de 2007

La obediencia nocturna

En La Obediencia Nocturna todo es sombras y sueños. Juan Vicente Melo (Veracruz, 1932) la escribe con la conciencia ardiente de que nada es palpable, nada es certero. Que las tinieblas envuelven lo que se sabe y en lo que se confía, que el espejo siempre está empañado e invariablemente arroja imágenes confusas de la realidad: un ente inalcanzable y hasta absurdo, si se le mira con detalle. En la historia del narrador (cuyo nombre, como las verdades ocultas, jamás llegamos a conocer) las metas son lo que importan: Beatriz, los recuerdos, los símbolos y un libro improbable cuya existencia y motivos jamás son revelados. Las referencias religiosas no son más que un ardid del escritor para matizar la historia de un velo místico y lejano, que inspire miedo o respeto o desconcierto, que lo llene todo con santos óleos e incienso.

“Quiero bañarme, afeitarme, lavarme los dientes, arreglar mis libros, leer, estudiar, volver a la escuela”[1] dice el narrador al inicio de la novela, sumido en un trance entre alcohólico y mortífero: la muerte en vida, el inevitable delirium tremens. Y quizás solamente de ello trata la historia entera, del delirio y la anticipación, pero sobre todo de una necesidad siempre presente de regresar al pasado, a los tiempos mejores en que –al menos para el narrador– el amor estaba simbolizado en la figura nunca impura de su hermana. Porque la pérdida de la pureza es la que conduce a la perdición, la que desvía del camino ya planteado y aceptado de cursar una carrera, vivir en una pensión para estudiantes y estar lejos de la tierra amada –un Veracruz selvático, virgen y semejante al paraíso– y del amor ignorante y por ello puro de Adriana. Y por eso dice que todo comenzó con el perro, porque las veredas ya trazadas siempre presentan obstáculos y recovecos oscuros y terribles. Porque todo termina en un deseo ingenuo de recuperar una vida normal: asearse, estudiar, vivir sin más temores ni preguntas que las ordinarias y sencillas. Contar con certezas: ése es el sentido de la vida. Porque todo se destruye una vez que el escenario se transforma en una película de misterio o suspenso en la que los personajes (la mayoría de ellos absurdos y acartonados) tienen participaciones tácitas o disfrazadas. ¿Por qué ser el títere de nuestra propia vida? El narrador de La Obediencia Nocturna no parece preguntarlo sino hasta el fatídico final y obedece a ciegas la presencia y la voz de una mujer que jamás conoció y de una enmienda que nunca comprendió. Está envuelto en las tinieblas de la noche, del desencuentro, de la embriaguez... y por eso muerto en vida.

No deja de sorprender que el título profesional de Juan Vicente Melo sea el de médico. Principalmente porque su primera novela (1969) es metafísica de rigor y hasta filosófica, de una subversión lacerante. Antirreligiosa, transgresora –y para muchos amoral– La Obediencia Nocturna es un ejercicio literario que construye un paralelismo en tiempo real entre el protagonista y el lector: empezar a vivir una historia que al principio se antoja lógica y prudente y que luego se transforma en un juego de vaguedades, de sucesos improbables, de llaves ocultas a sectas y complots y paranoias. Al final, como al principio, se descubre que da lo mismo. Que todo da lo mismo. El círculo se cierra sólo para abrir otro y el instrumento que era uno mismo –el narrador o cualquiera– cede la batuta a otro infeliz, a otro ingenuo que ciegamente acepte la encomienda de Villaranda, Beatriz, Enrique... Dios o quién sea. Porque da lo mismo: en los sueños la muerte poco importa.



[1] Juan Vicente Melo, La Obediencia Nocturna. Ediciones Era. Lecturas Mexicanas, Segunda Serie. México, D.F. 1987. Pp 16.

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