jueves, 2 de agosto de 2007

Un gobierno dividido: perspectivas históricas, ejemplos prácticos

Según María Amparo Casar, los gobiernos divididos “producen condiciones que en poco ayudan a la estabilidad y eficiencia gubernamentales”[1]. En México, es innegable que nos rige un gobierno a todas luces fraccionado: desde la composición en las Cámaras de Diputados y Senadores hasta el brevísimo margen de ventaja con que el actual presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, ganó las elecciones del 2 de julio a su principal adversario, Andrés Manuel López Obrador. Pero acaso la perspectiva no es tan desoladora como sugiere la socióloga mexicana: ella misma cita a James Pfiffner, para quien el gobierno dividido “impide el paso de legislación apresurada que no ha concitado el consenso suficiente”[2]. En el presente ensayo analizaremos los ejemplos prácticos que la experiencia gubernamental del recién inaugurado sexenio ha otorgado a la sociedad mexicana, sobre todo en el ámbito de la legislación, para lo cual tomaremos los casos de las iniciativas de leyes concernientes a la despenalización del aborto, la llamada “ley ISSSTE” y los vetos a leyes cortesía directa del gobierno de Vicente Fox Quesada. El propósito obvio es dilucidar si la división resulta positiva en el marco de la legislación o si, por el contrario, representa una clara traba en el momento de conciliar acuerdos respecto a la situación socio-económica del país.

¿Los gobiernos divididos son nuevos en México? Antes de responder esta pregunta, conviene primero atender la definición que Alonso Lujambio brinda al respecto: un gobierno dividido “es aquel donde, en el marco de un régimen de división de poderes, el partido que llevó al presidente (…) a ocupar la titularidad del Poder Ejecutivo no cuenta con el control mayoritario, esto es, con por lo menos cincuenta por ciento más uno de los escaños en la Asamblea Legislativa”[3]. En México, un país gobernado por la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante 71 años, los gobiernos divididos habían sucedido solamente en ámbitos locales y estatales, donde la llamada lucha por el poder se abría paso entre diferentes partidos e ideologías. En Querétaro, apenas en la LII Legislatura del periodo 1997-2000, la Cámara de Diputados logró una diversidad sustancial gracias a las coaliciones ganadoras mínimas, aún cuando el gobierno era presidido por el Partido Acción Nacional (PAN). Según Lujambio, las experiencias de gobierno dividido (que, como dijimos, hasta antes del año 2000 habían ocurrido en administraciones estatales) no produjeron crisis de ingobernabilidad, sino que por el contrario: crearon la sensación de que de esta manera se fortalecería una probable evolución político-institucional. La perspectiva es optimista y desde luego no carece de suficiente objetividad: un gobierno dividido no es, en modo alguno, garantía inmediata de que los resultados serán nimios y el progreso prácticamente inexistente. Como en todo proceso de transición, el éxito depende en buena medida de la eficacia de las acciones emprendidas tanto por el Jefe del Ejecutivo como por la Asamblea Legislativa.

Pero vayamos a lo práctico. En las elecciones del año 2000, el panista Vicente Fox consiguió un triunfo indiscutible sobre los candidatos del Partido de la Revolución Democrática -PRD- (Cuauhtémoc Cárdenas) y del PRI (Francisco Labastida). Estas elecciones significaron una transformación importantísima en el caldeado ánimo de la población en general, para quienes estas elecciones eran las primeras verdaderamente democráticas desde que, en 1988, los modernizadores (cuyo líder era Carlos Salinas de Gortari) arrebataron una obvia victoria a los neocardenistas (seguidores de Cuauhtémoc Cárdenas). En 1988 se dieron las elecciones más competidas del siglo y, sin perder un ápice de su tradición casi milenaria, al PRI se le acusa -hasta la fecha- de fraude electoral. Para Jorge Medina Vieras, este hecho primordial “motivó la emergencia de una nueva sociedad civil que acompañó a los comicios de aquel año crucial demandando la democratización del país”[4]. Doce años después, el cambio parecía posible en la figura de Vicente Fox. Y lo logró. Las esperanzas cifradas en él, sin embargo, no garantizaron un sexenio de éxitos sociales. El gobierno de Fox se redujo a una simple transición y no al cambio profundo que la mayoría que votó por él esperaba y exigía. Según los analistas, esto se debió principalmente a la poca acción que pudo ejercer sobre la Asamblea Legislativa. En una batalla de iniciativas, negativas y vetos, poco se logró en lo que en un principio se consideró el primer gobierno democrático desde Lázaro Cárdenas.

Sólo en el último año de su gobierno, Vicente Fox estuvo envuelto en el escándalo mediático gracias a tres leyes. La primera, aprobada unánimemente por la fracción de su partido en la Cámara de Diputados, así como por la bancada del PRI, fue la rebautizada (con mucho sentido) “Ley Televisa”. Esta ley modificaba sustancialmente la Ley Federal de Radio y Televisión, que data de la década de los sesenta. Sin embargo, las reformas aplicadas obedecían a criterios tecnológicos que beneficiaban directamente al “duopolio” conformado por las empresas Televisa y Tv Azteca, lo que significó un grave retroceso en materia de libertad de expresión en el país (pues elimina el poder de competencia tanto de la radio y la televisión pública y universitaria). Esta ley, que causó un debate claro y conciso, logró cimentarse en el marco legislativo sin mayores dificultades y pese a la oposición de analistas, periodistas, comunicólogos y miembros del PRD. Sin embargo, dos leyes que a las claras resultaban beneficiosas para el país fueron tajantemente vetadas por el Jefe del Ejecutivo, motivado –no hay razón para soslayarlo– por prejuicios personales y una obvia desinformación en torno a los temas. Una de ellas, la ley del Precio Único al Libro, que en teoría equiparaba los precios de la oferta editorial en todas las librerías del país, fue vetada por Vicente Fox bajo el alegato de que constituía un obstáculo para la “libre competencia” del mercado. La segunda ley, que apenas ahora –primer semestre de 2007– encuentra una oportunidad de establecerse definitivamente, es la concerniente a la posesión individual de narcóticos y sustancias ilegales. Esta medida, que permitía a un ciudadano particular la posesión legal de una cantidad reglamentaria de sustancias como marihuana y cocaína, sin duda constituye un golpe directo al narcomenudeo y, por ende, al narcotráfico mismo. No obstante, dicha ley fue vetada por Vicente Fox ya que, según él, los adictos son criminales y la legalización de estas sustancias aumentaría la tasa de adicciones y delincuencia.

Según Alonso Lujambio, “la probabilidad de que el gobernador tenga que usar su poder por excelencia (el veto, esto es, el poder para obstruir el trabajo de la mayoría legislativa) dependerá del tipo de gobierno dividido que (se enfrente)”[5]. El gobierno de Vicente Fox contaba con una mayoría relativa, por lo que el veto es posible en casos como los que se citaron.

Pero regresemos al momento inmediato: Felipe Calderón Hinojosa no posee mayoría ni en las Cámaras de Diputados y Senadores ni en la aprobación general de la población. No sólo porque sus opositores, liderados por Andrés Manuel López Obrador, son tan numerosos como sus seguidores (dada la diferencia de un punto en los resultados finales de las elecciones), sino porque las elecciones presentaron –como es usual– un amplio porcentaje de abstencionismo. Así las cosas, la posibilidad de avanzar en los acuerdos políticos no pinta lo suficientemente bien para el sexenio actual. Sin embargo, dos leyes se han puesto sobre la mesa principalmente. Y ambas produjeron posiciones encontradas. La primera ley, cuya reforma afecta a los pensionados del ISSSTE, fue rechazada incontables veces por la bancada del PRD. Y, sin embargo, la ley salió avante. El tema es polémico, sin duda, pero no alcanzó el grado de notoriedad y debate que surgió meses después cuando se presentó la iniciativa para incorporar una quinta causal a la ley que ya permite la despenalización del aborto bajo ciertas condiciones. Esta causal dicta, a la sazón, el poder de la mujer por elegir el aborto en caso de que el embarazo afecte su proyecto de vida. La discusión se tornó en una encarnizada lucha entre los sectores conservadores y de ultraderecha contra la izquierda: los primeros influidos por preceptos moralistas y religiosos y los segundos en pos del derecho de las mujeres por decidir. En el debate, sin embargo, se cuestionaron otros aspectos de las democracias modernas: por un lado, la Iglesia se erigió como una autoridad moral con la capacidad de juzgar tanto a los legisladores como a quienes apoyaran la moción. Por el otro, se reforzó el sentido de que una democracia es, por definición, laica.

Estos ejemplos son claros respecto a los gobiernos divididos. Los ejemplos más recientes muestran cómo, pese a la actividad legislativa en apariencia constante, la lucha entre los partidos y la lucha entre las cámaras y el presidente puede llevar a un laberinto sin salida. Muchas leyes permanecen en el tintero, otras fueron aprobadas con una premura que no evita cierta sospecha y otras fueron vetadas sin oportunidad de discutirse ampliamente. Esto no es responsabilidad de un lado u otro, sino consecuencia directa del disenso inevitable que conlleva –casi de raíz– un gobierno evidentemente dividido. La experiencia y la teoría se contraponen, pues las aguas de la política son en suma movedizas y, en muchos casos, contradictorias. Queda una lección valiosa: el poder de la negociación es insustituible en cualquier democracia. El Presidente coopera y el Congreso dispone: esto se ha convertido en un axioma casi ineludible en la realidad política del país.

¿Perspectivas negativas? Ello es irremediable. Aunque por supuesto hay otros aspectos con mayor peso en el diagnóstico que al final se extraiga de un sexenio, la aprobación de leyes es un buen síntoma para juzgar la eficacia de un Congreso que actúa favorablemente para el país, y no para el presidente en turno o para un sector definido (como el empresarial, por ejemplo), así como un Jefe del Ejecutivo que actúe congruentemente con las disposiciones que debe acatar y no con los intereses de un partido que, siendo el dirigente máximo de un país con ideologías diversificadas, no le pertenece más. María Amparo Casar concluye así: “corresponde a los representantes de los poderes, mediante la reforma institucional y su actuación responsable, buscar un nuevo equilibrio en el que el proceso de gobierno pueda conducirse tanto en escenarios de unidad como en escenarios de división”[6]. La reflexión es adecuada y pertinente, pues en un gobierno dividido importa mucho más –de manera paradójica– la unidad por sobre todas las cosas.

Bibliografía:


· Casar, María Amparo, “Perspectivas políticas de un gobierno dividido en México”.
· Lujambio, Alonso, “Gobiernos divididos en once estados de la Federación Mexicana, 1989-1997”.
Medina Vieras, Jorge.


[1] Casar, María Amparo, “Perspectivas políticas de un gobierno dividido en México”. Pp 350.
[2] Íbidem. Pp 355.
[3] Lujambio, Alonso, “Gobiernos divididos en once estados de la Federación Mexicana, 1989-1997”. Pp 319.
[4] Medina Vieras, Jorge. Pp 387.
[5] Op. Cit. Lujambio, Alonso. Pp 330.
[6] Op. Cit. María Amparo Casar. Pp 368.

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