miércoles, 24 de octubre de 2007

Tú Ríes

En el filme Tú Ríes (‘Tu Ridi’), de los hermanos Taviani, se analizan dos historias, en contextos y épocas diferentes, unidas por la intensidad del mensaje: la risa. La primera de ellas, Felice, versa sobre la improductividad de una vida desprovista de todo sentido y propósito. Felice, otrora grande estrella de la ópera italiana, es ahora un barítono venido a menos que trabaja de contable en el teatro que alguna vez auspició su talento. Los recuerdos de su pasada gloria, la inminente amenaza cardiaca que lo aflige y su ahora trivial ocupación lo mantienen en perpetuo estado de apatía e indolencia hacia la vida. Felice es, sin embargo, un hombre sincero, un artista sensible y noble; ofendido ante la ridiculización de la dignidad humana. De noche y mientras duerme, a pesar de su amargada e insípida existencia, Felice ríe a carcajadas, sin advertirlo. Dos incidentes modifican e inciden en la decisión crucial que toma al final del relato: el abandono de su esposa y el descubrimiento del motivo de su risa. La ausencia de su esposa no es necesariamente un hecho de vital importancia para la historia (no tanto como, por ejemplo, la muerte de su mejor amigo), pero introduce el elemento de libertad –entendida como una carencia total de lastre en el curso de la vida de Felice. Ahora no tiene nada que perder, puesto que ya lo ha perdido todo. La familia es ya sólo un reflejo; el deber, la gloria y la felicidad también lo son. No hay motivo de risa ni de lágrimas: es libre. Cuando Felice descubre que las carcajadas nocturnas son el resultado de lo que, lúcidamente y despierto, le incomoda y le parece grotesco en grado sumo, decide que los últimos rastros de humanidad en él han muerto. Que él ya ha muerto. Como último acto –digno y glorioso, cual clímax teatral–, se propone dotar de sentido y honor la muerte de su mejor amigo (cuya influencia sobre Felice es, evidentemente, trascendental). Conservando su integridad intacta –e ignorándolo, por cierto– Felice obra de un modo épico, aún a sabiendas de que el suicidio está a la vuelta de la esquina. Sucede después que el destino, la casualidad o las meras circunstancias lo salvan. Ha resurgido una nueva e inesperada razón de vivir: Felice tiene la oportunidad de elegir su porvenir, de modificarlo a su antojo. Pero algo dentro de él se ha roto o, mejor dicho, al fin está en su lugar, después de muchos años. Ya no puede abandonarse a las eventualidades que surjan: el destino que él había elegido con anterioridad está ya trazado. No es impostergable, como se descubre mediante la historia avanza, pero sí ineludible.

La segunda historia, Dos Secuestros, toca temas inherentes al ser humano: el temor, la ignorancia, la esperanza, la traición y, ante todo, la muerte. Esta historia se bifurca en otra más: la primera está ubicada en la Sicilia actual y abre con la atípica y cómica escena de un hombre maduro, de gruesas proporciones, que baila un número con la gracia de un elefante. En mi opinión, los realizadores buscaron obtener la risa del espectador con esta escena, de manera intencional y apoyándose en ninguna información más que el hombre mismo y su torpeza. Después de este primer y ligero impacto, se introduce un segundo personaje: un niño en apariencia introspectivo y confundido. Parecen padre e hijo, estrenando estancia, computadora, una nueva vida. Y luego viene el golpe: el hombre es su tío y lo ha secuestrado. Busca protegerlo y mantenerlo satisfecho, en situaciones y circunstancias completamente anómalas. El niño acepta, reticente, y se deja llevar por su inocencia infantil. Recluidos en un hotel abandonado, el niño y el hombre buscan otorgar un halo de normalidad y bienestar a su entorno y ahogar las horas que los separan del próximo evento crucial: la liberación, el rescate, la muerte o el encarcelamiento. Cualquier opción posible. Dentro de este contexto, toma lugar la historia dentro de la historia, el segundo secuestro. Cien años antes, en los mismos parajes, un anciano doctor es secuestrado por tres hombres encapuchados. Lo obligan a subir el monte y permanecer enclaustrado en una choza austera. El doctor los reconoce y cuestiona los motivos del repentino rapto. Y sucede que no hay razones, que fue una equivocación. Pero los hombres –hombres de campo, sin educación, con una dura vida a cuestas– no pueden enmendar la acción, no pueden componer lo hecho ni retractarse. La única solución viable –no razonable ni sensata, sin embargo– es dejar que las aguas tomen su curso, que suceda lo que tenga que suceder: que el viejo permanezca recluido todo el tiempo necesario, hasta la muerte, incluso. Y ante esta coartación de la libertad y de la dignidad humana, el anciano, que es sabio, reacciona con entereza y con vigor. Su esencia no ha sido socavada; la vida, que para él ya dejó de ser expectante y sorpresiva, se convierte en un motivo para nutrir otras vidas, y no para luchar por la sobrevivencia. El viejo ya no teme; la comunicación con sus raptores es más sincera, más cínica incluso, porque no les pide una oportunidad para vivir, no depende de ellos ya. La relación se fortalece mediante el conocimiento y sabiduría que él les transmite. Ahora los captores lo visitan y lo alimentan porque necesitan de él, de su enseñanza, y construyen una microsociedad alrededor de él. Y cuando la situación roza los límites de lo absurdo (convencionalmente hablando), el anciano muere. Jamás alcanza su libertad, ni siquiera cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, quizás porque para él la libertad y la vida son dos conceptos antagónicos a su realidad y se ha rendido ante ella: no le teme. De regreso al secuestro del niño, ambas historias ya se han hilado de manera trágica y con un tema interesante como trasfondo. Ambos secuestrados (el niño y el anciano) posiblemente han desarrollado un fenómeno conocido como síndrome de Estocolmo, en el que entablan lazos de simpatía y afecto con aquellos que los privaron de su libertad. Este apego es recíproco, pero no proporcional. El captor experimenta una amplia gama de emociones y sentimientos encontrados, que por un lado lo llevan a compadecerse de su víctima y por el otro lo obligan a mantener una distancia y una frialdad prudentes, a ser cruel si es necesario. El tío ama al niño y, sin embargo, no puede ser condescendiente con él, no puede desviarse de su propósito y regresarle su libertad. Y entonces lo mata. De una manera absurda y aterradoramente fría, pues aunque la historia exige una razón (la nota del periódico, la traición), en realidad es un acto exento de motivación; en ello reside la monstruosidad del acto: en el amor que le profesa. La última escena de esta historia evoca deliberadamente a la primera: el hombre, con todo y su torpeza, bailando al ritmo de una música conocida, ahora detrás de los barrotes de una cárcel.

Es en esta última escena en que la película adquiere un sentido circular. El espectador ha experimentado toda clase de sensaciones y es sólo ahora que comprende el tormento de Felice y, más aún, el mensaje llano de los realizadores que, dada la complejidad y profundidad de ambas historias, no deja de ser atroz: la risa humana es grotesca. No tiene propósito, no tiene sentido y es, en cambio, absurda, brutal.

A menudo se desdeñan los aspectos fundamentales de una cuestión tan común y banal como la risa. Un gesto enteramente humano que, analizado desde cierta perspectiva, adquiere matices insospechables. En primer lugar, se descubre que la risa no es un acto universal: lo que a uno le causa gracia, a otro le resulta repulsivo. La risa es, luego entonces, subjetiva. En segundo lugar, la risa, como la comunicación, está condicionada por un contexto determinado. La risa parte de las experiencias, de la percepción individual, del humor, de la sensibilidad y susceptibilidad y, en general, de las circunstancias. Es una reacción inmediata a un cierto estímulo, como el temor y como cualquier emoción humana. En la historia de Felice, la risa se convierte en un acto indigno, dadas las circunstancias (Felice se turba al descubrir que su risa es en realidad una burla a lo que usualmente le ofendería: ha cruzado una línea moral). La risa, en la historia de los secuestros, no es explícita, no se encuentra como elemento temático. Esta historia es, sin embargo, interactiva con el espectador. Arranca provocándole una risa (escena que, según la percepción colectiva, es cómica) y, conforme avanza, va revelando detalles que restan toda comicidad al acto. La risa se convierte, eventualmente, en culpabilidad. Al final, la misma escena, bajo un contexto completamente diferente, es macabra y desagradable. El espectador, como Felice, descubre que su risa es indigna, que lo que alguna vez le provocó placer ahora se ha convertido en auténtica repulsión.

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