jueves, 5 de junio de 2008

SunYin



1.
Todos los días despertaba con la misma consigna: disimular su incapacidad para comprender a los demás. Quizá en el fondo podía, pensaba, porque no era una tarea que se le dificultara en su ciudad natal.
Aquí era diferente.
SunYin despertaba todas las mañanas con el mismo dolor indistinguible, inexplicable, que lo hacía levantarse con una modorra desesperada, y luego lo empujaba por inercia al lavabo en el baño.
Los objetos no podían hablarle, no proferían sonidos, pero encerraban cierta inflexión feliz. Como si en secreto le dijeran: te entiendo.
Así debería ser el mundo, pensaba, todo sin idiomas. Las mismas palabras aquí y allá para designar objetos genéricos.
Ka para mesa en Japón y en México. Ro para amor en el Distrito Federal y en Kioto. Así todo sería fácil, rápido, animoso. Así no despertaría con esa opresión estúpida y silenciosa que le pesaba sobre los hombros durante el día entero, mientras fingía con movimientos de cabeza afirmativos que entendía a su interlocutor.
Lo peor era cuando sí. Porque entonces se le ocurrían mil respuestas, mil caminos, mil razonamientos. Imaginaba en su cabeza, siempre en su idioma primigenio, intrincadas respuestas y argumentos que noquearían mentalmente al otro. Al imbécil de ojos agrandados que soltaba risotadas a sus espaldas y solía llamarlo taka taka cuando no estaba presente en la habitación.
Vivir así era humillante.
Por eso todas las mañanas se despertaba como si adivinara (y así era en la mayoría de los casos) el caos y tristeza que le depararía el día, como si pudiera saber -sin verlo- el dolor de saberse burlado y disminuido.
Era el jefe, pero qué podía importar: no hablaba su idioma, apenas comprendía algunos conceptos inferidos por el movimiento de las cejas o lo exhaustivo de las manos, y por lo tanto no tenía el derecho de réplica.
Permanecía apocado en su escritorio, con los ojos fijos en el monitor de la computadora, mientras observaba por los espacios del vidrio poroso los rostros siempre sonrientes, exultantes y multicolores de sus empleados.
Los subordinados.
Vivir en aquella ciudad era como vivir en un sueProxy-Connection: keep-alive
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3�o. Un surrealismo sin espaciProxy-Connection: keep-alive
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para la recreación, como estar dentro de una pesadilla que no termina ni siquiera cuando despiertas y luego vuelves a dormir. Miles de anuncios fluorescentes, con trazos irregulares y grotescos, como ensangrentados por voces distorsionadas que lanzaban peroratas continuas.
Al caminar, se le ocurría con frecuencia que el señor que vendía chicles lo estaba insultando. Maldito extranjero, o taka taka perdedor. Podía ser que no, podía ser que sólo anunciara su mercancía, pero SunYin no podía evitar pensar que en el tono del merolico había cierta protesta por su presencia. Por la presencia del intruso.
Así que caminaba temeroso, reticente, esperando que en cualquier momento apareciera un indicio lo suficientemente notorio de que debía irse. Tan rápido como le fuera posible.
Un hombre que lo asaltara, por ejemplo. SunYin esperaba lo que el resto de la ciudad temía. Caminaba con descuido por las zonas que, a su juicio, resultaban las más peligrosas (no podía saber que sólo se trataba de la periferia del conjunto de oficinas y edificios corporativos en los que transcurría su vida). Subía el elevador, rumbo a su hogar provisional, con la guardia baja: los brazos a los costados, escurridos, la mirada fija en el frente. Así parecía, según sus convencionalismos, un sujeto de asalto.
Un taka taka perdedor.

2.
No hablar.
Así había sido su vida siempre. En su cabeza no había otro recuerdo que el de la incapacidad para emitir sonidos. Sonidos articulados, en realidad, porque con frecuencia escapaban de su boca gruñidos y estertores de los que se avergonzaba. Sobre todo cuando lo hacía enfrente de cierta gente que, como reacción automática, fruncía la nariz con desaprobación.
Una muda. Una discapacitada. Un ciudadano de segunda o tercera clase.
No es que se hubiera acostumbrado con el tiempo: usar tal palabra sería un error. Más bien, era una condición que ni se aceptaba ni se rechazaba. Estaba ahí y eso era todo.
Uno no acepta ser mexicano, nacer con padres humildes, ni calzar del número cuatro. Las circunstancias en que nuestra vida está circunscrita son de raíz, y ante ellas no hay nada que pueda hacerse.
Por eso, siempre pensaba en la frase de Ortega y Gasset, “El hombre es él y su circunstancia”, que una vez vio inscrita a la entrada de una oficina pública. Ella era Inés y su indefectible circunstancia, de la que no escaparía ni con 100 años de tortura.
Podía recibir un insulto descarado y, como única arma, esgrimir una mirada asesina. Los gestos no le alcanzaban, y caer en la tentación de hacer un berrinche había dejado de ser atractiva a los 13 años.
¿Cómo saber si era bonita si no tenía a nadie a quién preguntárselo? Por lo tanto, su mundo interior era ilimitado y todopoderoso. En su silencio todo cabía, todo era interpretado a su modo, todo se recibía de acuerdo a su criterio.
Clasificar la vida no era fácil.
Lo que sucedía con más frecuencia es que estuviera en algún lugar, por caso parada en el metro camino al Zócalo, y algún sujeto la mirara con insistencia. Entonces ella pensaba que en ese trayecto podría ser cualquiera, desprenderse de su circunstancia por un momento, hacer creer que -si lo quisiera- sólo haría falta plantarse frente a él y decir “hola”. Conservaba y alargaba el momento mágico tanto como le era posible, sin engañarse con que en realidad estaba mejor así: muda.
Porque en el fondo le gustaría ser todo lo osada que sus dedos políglotas le negaban. Decir hola y saludar a quien quisiera. Cantar, incluso. A menudo se preguntaba, con esa ironía propia del que se autocompadece diariamente, cómo sería su voz si cantara.
Qué clase de cantante sería y si habría un futuro para alguien como ella.
O actuar. Algo que sí estaba a su alcance, como esa cantante ciega que no podía darse cuenta de su patetismo al comportarse con una fingida naturalidad en el escenario.
Ella podía sólo estar ahí, a cuadro, sin mirar directamente a la cámara. La instrospección sería juzgada como una actuación maestra, y en el momento de recibir la estatuilla dorada se limitaría a sonreír y asentir con la cabeza.
El mundo la adoraría.
Aunque por el momento sólo atendía su ocupación como conserje en uno de esos corporativos gigantescos sobre avenida Masaryk. Llegaba muy temprano en la mañana, en un pesero, y luego regresaba por las noches para aspirar las oficinas y lavar los baños.
En el undécimo piso siempre se encontraba con un chino silencioso. Podía alcanzar a distinguir, en el monitor plano de su computadora, una serie de símbolos ininteligibles sobre un fondo amarillo pálido. El chinito los miraba arrobado, como si buscara encontrar un significado oculto en las patas de hormiga acomodadas unas debajo de otras.
Inés siempre se sorprendía del ensimismamiento del taka taka. De su soledad, acaso. Porque aunque no era el único en la oficina (un par de mexicanos ruidosos y otro chino de mirada escrutadora), podía percibirse el aislamiento absoluto que lo envolvía.
No era difícil imaginar que el chino era un tipo inteligente y de mucho rango en la empresa. La oficina era gigantesca, dividida en innumerables cubículos antisépticos, pero su oficina estaba divida por una pared de cristal ahumado. El chino siempre lucía derrotado, sin fuerzas, con los brazos caídos, mientras miraba por la ventana el conjunto desigual de edificios, tiendas y anuncios multicolores.
Inés lo definía como anhelo.

3.
Había algo que a SunYin le gustaba: mirar el paisaje híbrido de la ciudad. El Distrito Federal no era tan distinto de Kioto: surcada por montañas, cosmopolita, efervescente en actividad cultural y política. Por otro lado, la gente marcaba algunas diferencias. Mientras aquí todo eran gritos y carcajadas, en su ciudad la gente solía ser más reservada y silenciosa.
Apreciaba el silencio. No todos los mexicanos se comportaban igual: había unos demasiado ruidosos y charlatanes, mientras que otros -los menos- exudaban una sutileza infrecuente.
Podía darse cuenta, a pesar de todo, que en la empresa predominaba la hipocresía. Todos sus empleados se dirigían a él cortésmente, pero estaba seguro que al virar la cabeza aparecía la mofa instantánea.
Por eso no era inusual que se quedara hasta la madrugada en la oficina. Le gustaba el silencio y mirar por la ventana: dicha conjunción de elementos era lo mejor de haber sido enviado desde Japón como el vicepresidente de la oficina.
Todo lo demás era secundario, accesorio. Aunque también le gustaba un poco caminar por un parque a cinco cuadras, lo mejor de su día era el momento en que la oficina se vaciaba y podía contemplar hacia fuera sin ruidos de ningún tipo.
A veces había interrupciones, como la muchacha que hacía la limpieza en la noche. Aunque era callada, y resultaba evidente que trataba de disimular su presencia, SunYin no podía evitar mirarla con algo de rabia. Interrumpía la mejor parte del día y lo peor de todo es que él no sabía las palabras exactas para pedirle que se fuera.
Así que la miraba.

4.
Sin duda la muchacha era peculiar, pero en realidad todas aquí lo eran. La recepcionista anodina del corporativo y la modelo altísima del espectacular le parecían igual de extravagantes y sorprendentes. Incluso hermosas. Para él, que estaba acostumbrado a las mujeres circunspectas y reservadas de su país.
La muchacha no era ruidosa, pero tampoco discreta. Se atrincheraba en un pasillo y pasaba la aspiradora una y otra vez, con una mirada recelosa y aguda que brincaba de un lado a otro. Podía limpiar el mismo metro cuadrado de alfombra ocho veces con tal de no perder detalle de lo que SunYin tecleaba furioso en su computadora. Por supuesto, él sabía que ella no entendía, y ella no disimulaba el hecho de que en realidad esperaba que ocurriera algo más, un incidente estrafalario, una prueba definitiva de que la diferencia entre ambas culturas era abismal.


5.
Leyó “la mirada es lo más profundo que hay” una vez, de pasada, dentro de un libro escrito por una mujer llamada igual que ella.
¿Cómo decírselo a SunYin sin voz, sin saber que él no entendería los sonidos que su boca profiriera?
¿Cómo entender, de verdad, que la mirada es lo más profundo que hay?

6.
Primero fue la mirada. Luego un choque accidental en el umbral de su oficina. Después otra mirada, diferente.
SunYin no sabe cómo acabó de rodillas en el baño de las mujeres, en el espacio reservado para minusválidos, con las piernas de la intendente enroscadas en su cuello. Sólo sabe hechos aislados: lo que toca, por ejemplo. Y a esta sensación le sucede otra: besa con sorpresa y angustia. Después percibe movimientos fascinantes, escucha ruidos entrecortados, y la vista se le nubla.
Recuerda algún proverbio japonés, pero lo desecha de inmediato. En la sensación se funde un recuerdo aislado, casi al borde de la extinción: cerezos en flor en Tokio, un paseo en bicicleta, la mano de la que habría sido su esposa. Besa con más fruición, no para alejar el pensamiento, sino para asirlo a la experiencia y volverlo indisoluble.
Está convencido de que por un momento alcanzó el paraíso. No escucha la voz de la mujer, y no lo necesita. Creyó haber escuchado palabras dispersas, pero luego comprobó que era su imaginación. No hubo frases entre ellos. Sólo miradas.
Las miradas lo habían llevado a ese lugar.

7.
Inés se da cuenta de que SunYin quiere acariciarle el cabello y no puede porque está adornado con pasadores multicolores en forma de mariposas y libélulas. Nota que SunYin sonríe. Ella quiere explicarle, y mientras lo abraza forma con los dedos las palabras, pero él no la ve, no entiende, no importaría en todo caso.

Porque la mirada es lo más profundo que hay.

4 comentarios:

Malakatonche dijo...

Apología del Core Core, o Lost in Masaryk, qué bellos se ven los horrendos coreanos ante tu contundente apreciación.

Enrico dijo...

Los coreanos son bonitos, no hagas caso. Me recordó a Salvador Elizondo y a Murakami en momentos, pero al mismo tiempo es originalísimo. Oximoresco, si se me permite la expresión a la "Perro Bermúdez". Soy tu fans.

Tino Quiroz dijo...

donde te publican?
llega a sinaloa en donde te publican?
pff, no sé, lo único que me queda es el blogger.

Chilangelina dijo...

Hey, ¿por qué hace tanto tiempo que no se publica nada aquí?