En el camino se pararon dos veces. La primera de ellas fue en una gasolinera, parada lógica. La segunda vez, Nico detuvo el coche y se quedó inmóvil a mitad de la carretera. No había otros automóviles a la vista. Alonso y Andrea peleaban furiosamente, por culpa de Paco Stanley.
- Te juro que si no quitas ese disco, me bajo en este momento y tomo el primer autobús al DF -había dicho Alonso, sin pensar, mientras le daba una última leída a un periódico Reforma que había comprado antes de salir de la ciudad.
Andrea lo acusó de enrarecer el ambiente de camaradería que reinaba entre los cuatro.
- Eres totalmente anti-zen, güey.
- Anti-zen mis huevos -respondió él, con fastidio.
Andrea lo miró con fijeza, concentrada en transmitir una sensación apenas lo suficientemente cercana a la herida que su recién adquirido novio había abierto. Empezaron a gritarse. Ella lo acusó de ser un "pequeño-burgués venido a menos". Él no dijo nada, pero abrió la plana del Reforma y la desplegó frente la cara de Andrea con brusquedad. En la plana estaba una encuesta sobre la calidad de vida en el Distrito Federal, la ciudad de la esperanza.
Después Nico continuó manejando. Si había alguien verdaderamente zen en ese vocho 1992, era él. Se sentía uno con el todo y en comunión con el mundo. Iría a la playa. Nadaría en el mar. Tenía a su novia a un lado, una gorda brillante que no dejaba de mirarlo, y las posibilidades se le aparecían factibles: la decadencia del rocanrol, las sobredosis de cocaína, el dinero y la fama.
Llegaron a Maruata al mediodía, exhaustos. En cuanto vieron el mar, todos se sintieron felices. Se pusieron a armar su casita de campaña junto a una pareja de franceses que parecían muertos y escalfados sobre la arena: su epidermis estaba rostizada y teñida de un rojo intenso, que los cuatro encontraron bastante graciosa (una piel graciosa: el nuevo concepto en comedia). Se dijeron entre ellos que los franceses parecían buena gente, y en secreto tuvieron la esperanza de que tuvieran algunas drogas que quisieran compartir. Si una cosa llevaba a la otra, lógicamente.
Había, sin embargo, un frijolito en el arroz de su aventura: Amaia se sentía estúpida. De pronto, todo su intelecto parecía inútil y residual en medio de una tarea tan decisiva como armar un refugio de plástico anclado en la arena. Era una inepta. No sabía enganchar los palitos, no entendía cómo tender los costados y empezaba a experimentar una frustración cercana a la vez que no la admitieron en la escuela de cine que ella quería. Estaba a punto de rendirse.
Entonces lo comprendió: mientras veía el torso desnudo de Nico (el perfecto, bronceado y ejercitado torso desnudo del que hasta entonces ella insistía en llamar su Novio), supo que ahí estaba una vida a la que ella no pertenecía. No era posible que ella pudiera encajar en la postal del músico guapo y joven, vigoroso y fuerte, gallardo y feliz. Nico era feliz. Ella no. Ahí estaba la primera ruptura, una fisura a través de la cual se drenaban las escasas semanas a su lado. Un tiempo hermoso y nebuloso, en el que la amenaza pudo ser negada, pero jamás exterminada. En todo ese tiempo, a fuerza de ignorar lo evidente, había perdido la noción de que, sencillamente, hay cosas que nos están vedadas. Tenía que darse cuenta a 500 kilómetros de distancia.
- Te juro que si no quitas ese disco, me bajo en este momento y tomo el primer autobús al DF -había dicho Alonso, sin pensar, mientras le daba una última leída a un periódico Reforma que había comprado antes de salir de la ciudad.
Andrea lo acusó de enrarecer el ambiente de camaradería que reinaba entre los cuatro.
- Eres totalmente anti-zen, güey.
- Anti-zen mis huevos -respondió él, con fastidio.
Andrea lo miró con fijeza, concentrada en transmitir una sensación apenas lo suficientemente cercana a la herida que su recién adquirido novio había abierto. Empezaron a gritarse. Ella lo acusó de ser un "pequeño-burgués venido a menos". Él no dijo nada, pero abrió la plana del Reforma y la desplegó frente la cara de Andrea con brusquedad. En la plana estaba una encuesta sobre la calidad de vida en el Distrito Federal, la ciudad de la esperanza.
Después Nico continuó manejando. Si había alguien verdaderamente zen en ese vocho 1992, era él. Se sentía uno con el todo y en comunión con el mundo. Iría a la playa. Nadaría en el mar. Tenía a su novia a un lado, una gorda brillante que no dejaba de mirarlo, y las posibilidades se le aparecían factibles: la decadencia del rocanrol, las sobredosis de cocaína, el dinero y la fama.
Llegaron a Maruata al mediodía, exhaustos. En cuanto vieron el mar, todos se sintieron felices. Se pusieron a armar su casita de campaña junto a una pareja de franceses que parecían muertos y escalfados sobre la arena: su epidermis estaba rostizada y teñida de un rojo intenso, que los cuatro encontraron bastante graciosa (una piel graciosa: el nuevo concepto en comedia). Se dijeron entre ellos que los franceses parecían buena gente, y en secreto tuvieron la esperanza de que tuvieran algunas drogas que quisieran compartir. Si una cosa llevaba a la otra, lógicamente.
Había, sin embargo, un frijolito en el arroz de su aventura: Amaia se sentía estúpida. De pronto, todo su intelecto parecía inútil y residual en medio de una tarea tan decisiva como armar un refugio de plástico anclado en la arena. Era una inepta. No sabía enganchar los palitos, no entendía cómo tender los costados y empezaba a experimentar una frustración cercana a la vez que no la admitieron en la escuela de cine que ella quería. Estaba a punto de rendirse.
Entonces lo comprendió: mientras veía el torso desnudo de Nico (el perfecto, bronceado y ejercitado torso desnudo del que hasta entonces ella insistía en llamar su Novio), supo que ahí estaba una vida a la que ella no pertenecía. No era posible que ella pudiera encajar en la postal del músico guapo y joven, vigoroso y fuerte, gallardo y feliz. Nico era feliz. Ella no. Ahí estaba la primera ruptura, una fisura a través de la cual se drenaban las escasas semanas a su lado. Un tiempo hermoso y nebuloso, en el que la amenaza pudo ser negada, pero jamás exterminada. En todo ese tiempo, a fuerza de ignorar lo evidente, había perdido la noción de que, sencillamente, hay cosas que nos están vedadas. Tenía que darse cuenta a 500 kilómetros de distancia.
✻✻✻
Todo pareció mejorar entre Andrea y Alonso. Otra vez se besaban durante lapsos de tiempo decididamente ridículos, como un par de adolescentes que, enganchados con el momento, se aferran a los residuos de algo que ya perdió interés. Como continuar lijando una madera indefinidamente, ante el conocimiento de que no sabemos qué hacer con ella después. Sin embargo, resultaba oportuno que no hicieran nada más, porque los cuatro compartían la casa de campaña (que era grande, pero que carecía de compartimentos al fin y al cabo).
La primera noche fue definitiva. Nico nadó durante dos horas cuarenta y tres minutos (cronometrados por Amaia, quien lo veía desde la orilla con el celular en la mano). Los franceses resultaron tener unas tachas de reserva, que consintieron en permutar por 50 gramos de marihuana. No hablaban una palabra de español y lucían estúpidos con su bronceado extremo. Esta percepción era injusta, desde luego, porque como extranjeros no tenían las herramientas para defenderse. Puede que, incluso, fueran unas lumbreras en su natal Toulouse, pero acá ostentaban un carácter de lerdos indisolubles. Andrea estaba encantada con ellos.
Hasta que, por supuesto, ocurrió el cisma. La primera señal fue una comezón. Andrea estaba sentada junto a Alonso, quien la tenía sujetada por el cuello. Enfrente estaban los franceses, riéndose por ningún motivo. Al centro había una fogata, que chisporroteaba. Después, un cosquilleo. Andrea retiró indulgentemente el brazo de su amado y se rascó con toda discreción posible. Al rato, lo mismo. La persistencia la hizo levantarse: la picazón era gradual. Andrea se despojó de su blusa y comenzó a rascarse con fruición, hasta rasguñarse la piel. Alonso la miró atónito y luego la alumbró con la luz que emanaba de la pantalla de su celular.
Ya no hubo dudas. Andrea estaba invadida de ronchas. Intoxicación mortal. Un viaje de seis horas, con dos paradas, una pelea, una torta de jamón en una lonchería y tres proclamaciones marxistas, para que al final resultara que estaba enronchada. Era el colmo de la vergüenza y de la desgracia. Por cuanto a ella concernía, el viaje había terminado en ese mismo momento.
La segunda admonición ocurrió al día siguiente. Mientras Nico estaba en el pueblo surtiéndose de provisiones (y una pomada para las ronchas), se encontró de frente con quien había sido su sueño personificado durante ocho largos meses.
Daniela era una modelo argentina que vivía en México hacía un año. Se dedicaba a trabajar como edecán para una marca de cervecería y anunciaba un cereal bajo en fibras en la tele. Medía un metro ochenta, tres más que Nico, y su cuerpo era tan escultural que resultaba degradante a la vista, pues ponía de manifiesto todos los defectos del ser humano promedio.
Nico la amaba con fervor. O lo había hecho durante algún tiempo, desde el día en que la conoció en una agencia de cásting hasta el día en que se despidió de ella a la puerta de un gimnasio y repentinamente le pareció que ya no era tan linda como antes. Claro que ese pensamiento dejó de ser válido ahora que la encontraba en la farmacia, en todo su esplendor inalcanzable y playero. Qué coincidencias habían operado, y en qué formas tan caprichosas, para que la encontrara a tantos kilómetros de distancia: ahí, en una playa virgen.
Pero estaba el asunto de Amaia. La gordita era simpática, no valía la pena poner en peligro una relación que le reportaba tantos beneficios (principalmente porque vivían en el mismo edificio y eso, al principio de una relación, resulta muy conveniente) y además era casi seguro que Daniela lo batearía en el momento en que él hiciera patentes sus intenciones.
También en eso estaba equivocado. Por la tarde nadaron durante una hora trece minutos (cronometrados por Amaia, quien los vigilaba detrás de una roca sosteniendo el celular con la mano temblorosa). Después salieron del agua, se secaron, Daniela recogió sus cosas y se fue al lado de su pandilla, unos verdaderos bohemios que al menos sí habían leído a Marx (y que Andrea hubiera deseado tener como sus amigos más que a nada en el mundo).
- Te vi, infeliz lameculos. ¡Te vi! - le espetó Amaia, con el mentón trémulo, en cuanto logró darle alcance.
- ¿Me viste dónde?
- ¡Te vi con esa estúpida!
- ¿Andrea?
Nico sabía a qué se refería, pero podía optar por tantas tangentes como quisiera, pues ella le daba la opción. En el fondo se sentía muy contento de que Amaia destapara el Daniela-gate. Al final, todo lo que ocurriría era que ella misma estaba induciendo el sabotaje amoroso, que eventualmente ella sola sería la culpable de que él huyera despavorido... y por consiguiente, estuviera en todo su derecho de buscar consuelo en la argentinita. Mientras la veía, mientras veía las gotitas de sudor que le saltaban en la frente con cada reclamo, no dejaba de pensar en cómo los seres humanos son curiosos. Él estaba dipuesto a serle fiel, lo había sido hasta ese momento, pero de pronto llegaba esta mujer insegura a reclamarle por crímenes que él ni siquiera había cometido. Destruía por sí sola algo que, con un actitud diferente, podría haber continuado sin trabas. Cometía el suicidio amoroso. Y él se lo iba a permitir. Ahora. En este momento.
- ¡No te hagas! Estabas con esa argentina inmunda, esa estúpida y vulgar anoréxica, esa hijita de puta arribista y xenofóbica -continuaba Amaia, echando mano de todo su bagaje de insultos de ocasión.
Nico la miró inmutable. Al final, sin expresión, pronunció dos palabras que sonaron como hielos:
- Oquei. Perfecto.
Luego se dio la media vuelta. Amaia se quedó inmóvil, con los puños crispados. Sufría espasmos en el cuerpo entero, la piel era un pedazo de papel de china atado en la cornisa de un techo: temblaba sin parar. Contenía las lágrimas, porque no era tristeza lo que sentía exactamente. Era pura y llana rabia. Una rabia inacabable, insondable, que parecía no tener fondo. Era la rabia nacida del amor.
✻✻✻
2 comentarios:
ZAS!
A ver, más allá de los constantes halagos y reverencias, te digo lo que realmente pienso: 1) Nadie que haya leído más de dos libros en su vida te criticaría por tu redacción, que es casi impecable.* 2) En cuanto a lo gracioso del cuento, puedo decirte que lograste sacarme varias sonrisas y pequeñas risas mentales, en verdad, pero en ocasiones te pensaba demasiado esforzada por crear una secuencia de frases relativamente absurdas que confunideran y gustaran al lector por igual. 3) Quizá frases más cortas y directas causarían mayor impacto en los momentos de transición entre evento y evento. (Que si la discusión de Alonso y Andrea, que si la piel de los franceses, que si Nico y el rock) 4) Hay varios elementos que quedan un poco sueltos y que no son tan obvios para el lector y éste los tiene que asumir como dogma de fe: la amistad entre los cuatro, una modelo argentina de cuerpo escultural en Maruata que convive con bohemios, el "amor" de Nico, las frustraciones de Amaia, las discusiones y los reencuentros de Alonso y Andrea. Pero al final todo desaparece, se nota que algo bueno se cocina detrás de la historia, y al lector sólo le queda una triste certidumbre: quiere más. Y sufrirá mientras tanto. Me quedé picado.
*De acuerdo: es impecable.
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