lunes, 19 de abril de 2010

Mi vida en la universidad - Introducción


Julio 2006


Es difícil vivir así. Sin poder vivir realmente. En la espera de la verdadera llave, que a su vez nos llevará a la verdadera puerta. Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato, leí alguna vez.

Sé que sólo los traiciono a ellos. Al contar sus historias, burdas y trilladas, pienso en nuestros pequeños destinos, en cómo nuestras vidas no son más que sucesiones rápidas de hechos ya vividos por otros, años y lugares atrás. Pienso que la búsqueda del significado es la empresa más absurda que existe, pero también es imposible prescindir de ella. Es imposible aceptar que lo que nos sucede no es sino el guión malhecho de un mal escritor. Hector Mann, en El Libro de las Ilusiones, dice que dios le ha gastado muchas bromas. Por eso se siente un hombre ridículo. Paul Auster no se confiesa a través de su personaje: no es dios el que gasta las bromas. Qué mal escritor sería, en caso de que existiera. Es algo más, mucho más profundo e incomprensible. Es una madeja a la que nos arrojamos con viejas creencias y esperanzas. Encontrar el amor, el éxito, la verdad. Creer que el fracaso tiene una razón oculta, que los vericuetos y las salidas llevan a algún lado y que podremos verlo al final, en un cierto momento providencial. Comprender, por fin. Pero todo esto no puede ser cierto. No he podido comprender muchas cosas y lo único que me ayuda a sobrellevar la tragedia de esta sinrazón estúpida es la liviandad de todo cuanto existe. Pues que no hay motivos. Y que es bueno reírse y asombrarse por ello. Y aún mejor relatarlo.

Supongo que me interesa un efecto solamente: el de abandonar el prejuicio de que la universidad es el templo del saber y que el paso por ella es tan inclemente y olvidable como cualquier otra etapa. Que no es como la dibujan y mistifican los que la atravesaron con las manos atadas. Que las experiencias sexuales ocurridas en ella no son tan viscerales y primitivas como en la preparatoria, pero igual de intensas y más premeditadas, más maliciosas. Me divierte tomar una postura conservadora ante todo el asunto. Sé que me he deslizado a través de los párrafos con una incredulidad y una vara larguísima para juzgar todo cuanto he sabido. No es así. Pero no por ello deja de seducirme y asombrarme toda esta lascivia derramada en personas que no pueden verse como adultos y que ya ni siquiera cuentan con el alivio de vivir su adolescencia. ¿Qué son? ¿Cómo pueden explicar tanto tropezón y herida involuntaria? ¿Cómo interpretar lo que se sabe por debajo del agua y deja un sabor amargo como de tener tantos secretos reunidos y no poder hacer de ellos una tragicomedia en incontables actos?

Si los traiciono por eso, por reducirlos a personajes con esporádicas participaciones, entonces no puedo justificar mi villanía. No narro con omnipresencia. Soy el testigo de lo que vimos juntos y a veces también soy protagonista de la acción que nadie, salvo yo, podría relatar.


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