domingo, 26 de agosto de 2007

Metafísica de la ciudad y los pies

Es un sábado por la mañana en un departamento cuya decoración dice toda: “¡Independencia! ¡Revolución! ¡Retrospectiva! ¡Sexo salvaje pero seguro! ¡Mauricio Garcés y James Dean y Pedro Infante y André Breton y mujeres seguras y eficientes y liberadoras y vino tinto y ginebra y unos tacos y resaca y pachanga y lo que venga!

Son las siete de la mañana y estamos sentados en la mesa, a punto de perder esa lucidez vaga e imprecisa que en otras horas te mantendría con la cabeza erguida y la elocuencia aún a flor de piel. Miro a Elena, miro a Ricardo y pienso: ya perdí. De pronto siento que es dificilísimo mantenerse en pie, ya no digamos poner atención a la conversación suelta y pausada que se suscita entre los tres (supongo que en tal momento lanzábamos frases de a una por una, dejando caer todo el peso sobre las palabras y esperando sin prisa que la frase se completara y luego dejara el vacío propio -larguísimo- para una respuesta). Entonces Elena se da por vencida y dice “me voy a dormir” y luego yo digo “pues yo también”. Al levantarme, veo por la ventana las caras laterales de otros edificios medio grises y apagados y sucios y no puedo evitar reconocer, al ver esa luz blanquecina filtrada por el smog, que estoy absolutamente enamorada del Distrito Federal. Quizá es una nostalgia algo anticipada, pero la atmósfera -urbana, grotesca, sofocante, inmensa, anónima, inflexible y desprovista de toda condescendencia, como no sea la certeza de que cada paso dado es efímero y cada persona es olvidable y cada movimiento es provisional-… la atmósfera, decía, es inabarcable y por ello razón de enigma. ¿Cuánto hay en la ciudad que no se ha visto? ¿Cuánta la gente que parece como acomodada ahí por capricho divino: sentada en una parada, de pie en un puesto de garnachas, afuera de un local o al entrar a un edificio y lo que dicen parecen meros murmullos cuyo efecto es el de hacer que todo luzca verosímil y real? Para un fuereño, como yo lo soy, resulta viable la hipótesis de que todo cuanto se ve por las calles y avenidas es un teatrito que se sostiene en su propia irrealidad. Ya casi al alcanzar el metro y al ver los ríos de gente fluir por los pasillos, pensé que en realidad no se decían nada, que sólo estaban ahí como mero montaje de la escenografía urbana. Lo fascinante es que, quizás en otro departamento de ornamentos igualmente vanguardistas, otros trasnochados estarían viéndose las caras con absoluto desinterés. Luego alguien diría “ya perdí” y entonces se dejaría caer a la inconsciencia del sueño, completamente seguro de que al despertar todo estaría en su mismo sitio y las novedades no serían más que pequeñas coincidencias aquí y allá a lo largo del día.

Pero me han dicho que escriba sobre los pies y todo lo que he hecho ha sido una digresión casi metafísica en torno a la mutabilidad de la ciudad. Y, sin embargo, en el fondo creo que todo se conecta íntimamente. Julio Cortázar definía al pie como “esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón”. Su precisión resulta abrumadora porque, en realidad, todo lo que existe es una parte de algo, una extensión de otra cosa. Lo que yo entiendo por amor no es más que la sensación de los pies fríos debajo de una pantorrilla cálida, la sensación que emana de colocar las extremidades propias cerca de las extremidades del otro, de la otra… ¿Y no eso el amor acaso? Mera proximidad. ¿Y no es eso la ciudad acaso? La sensación de que el panorama, los edificios, las banquetas de concreto agrietado, los camellones, los espectaculares en cada avenida, los letreros de moteles y despachos contables, las joyerías y las fonditas de poco pelo, las señales de tránsito y los semáforos, los centros comerciales y los tianguis, las esquinas sórdidas y las glorietas y cada calle y cada rincón no son más que proximidades arbitrarias, casuales. Como los pies que, juntos y al caminar, jamás se tocan. Como el amor que se acaba con la muerte de la proximidad.

Ya la luz ilumina la mayor parte del departamento. Miro los cuadros, los libreros, los carteles de cierto aire kitsch que adornan las paredes. Pienso en mis anfitriones y en la serie de circunstancias anacrónicas que nos trajeron aquí. Pienso en sus historias de amor, en las mías, en las proximidades que aún, pese a la inexorabilidad de una ciudad (y para colmo una como el Distrito Federal), unen a las personas. Y pienso, al final, que me gustaría recorrer la ciudad a pie… porque es la única manera de aprender a amarla.

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