Ignacio Solares estudió Filosofía y Letras en
El narrador de Columbus revela, desde el inicio, que se unió a Villa más por joder a los gringos que por otra cosa. Un tipo en constante lucha interna, inmerso en los cuestionamientos de la fe, de las ideologías políticas y sociales y también de las eventualidades del amor. Un intelectual frustrado de ciudad Juárez, Chihuahua, que sobrevive con trabajos infructíferos en un hotel y en un burdel, sobajado de nacimiento: por el sólo hecho de ser mexicano y vivir en una ciudad fronteriza, el narrador experimenta el renacimiento de la fe perdida al observar en Villa los ideales libertarios que acaso podrían dotar de sentido su insípida existencia. Decide dejarlo todo atrás (quizás, como él mismo intuye, no hay nada que dejar en realidad) y aventurarse a la lucha revolucionaria, con sus ilusiones, con sus ideales y desesperanzas y, sobre todo, con su chavala Obdulia. Lo hace por joder a los gringos, de eso no le cabe duda, y como Villa va por lo mismo, decide ignorar las bienintencionadas advertencias de aquellos que han llegado a conocer a Villa a fondo. Odia a los gringos; ha convivido con ellos desde siempre, los comprende y los desprecia al mismo tiempo; se siente profundamente afectado por la muerte de uno de ellos, un norteamericano que muere ante sus ojos, solo y abandonado en un hotel de Juárez. Esta imagen y la del primer gringo que mata (símbolo de su aparente superioridad sobre el otrora yugo) inciden poderosamente en su temple, evolucionan su ideología, lo preparan para la rendición. Consolado por algunos pasajes del Bhagavad Gita, el narrador comprende (o se obliga a comprender, más bien) que la muerte no existe, que el alma trasciende y que él mismo puede acabar con cuantas vidas quiera (gringos, carrancistas, Obdulia incluso), aunque el pensamiento de la perdurabilidad de estas almas corrompidas lo atormente aún más.
En la hazaña que persigue, con los más francos tintes revolucionarios, conoce a personajes de elemental importancia, como Pablo López, que muere fusilado a mano de los carrancistas, tachado de pernicioso bandolero capaz de atentar contra la soberanía de los buenos vecinos del norte. El narrador trata de buscarle un sentido a cada acción (como el episodio de Santa Isabel), una razón válida. No lo consigue, pero no se rinde aún. Llegará a Columbus para llevar a cabo su primordial objetivo: matar unos cuantos gringos. Durante el ataque, improvisado y frustrado por el miedo y la desorganización, surgen las preguntas e inseguridades. El narrador, sintiéndose de pronto vacío y ausente, desprovisto de toda identidad, corre por las calles con un miedo y una angustia insondables (¿qué carajos hago aquí? se pregunta como lo ha hecho antes y como, probablemente, seguiría haciéndolo hasta el final de sus días)… Finalmente, al menos para él, la lucha no fue –no puede ser– en vano. Relata sus memorias después de muchos años de imaginarlas, recrearlas, enriquecerlas y hasta inventarles detalles adornativos. Anciano y propietario del bar ‘Los Dorados’ en el Paso, Texas, desdobla su personalidad en esa otra, la ya perdida, el periodista comprometido, nacido en Juárez, aguantador y ambicioso, escrutador de la realidad, recopilador de información, mexicano de sangre y de honor. Por eso dijo que su identidad estaba perdida: la perdió en Columbus, la perdió al alimentar la paradoja de terminar viviendo en Estados Unidos, rememorando la lucha de antaño, contándole sus memorias a un espejismo– el espejismo que alguna vez fue.
El Espía del Aire es, como ya se había dicho, más íntima y biográfica. No se cuida de caer en la ficción más confusa, pero tampoco abandona los límites de lo lógico. Ignacio escribe un reportaje imposible sobre un México que a él se le antoja idílico y romántico: en ese contexto sólo podría visitar las construcciones apenas nacientes del edificio de
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