miércoles, 24 de octubre de 2007

Opinión Pública: ¿Dirigida por el Poder Mediático?

El hombre nace libre. Libre en sus ideas y libre en las garantías individuales que el Estado protege. Sartre declara en su Crítica de la Razón Dialéctica que el hombre como individuo es libre al integrar la praxis (la reacción ante todo hecho material) con la acción, y busca luego otorgar un sentido colectivo a la compleja noción de libertad. El hombre es libre mientras forme parte de la sociedad y le dé un sentido lo suficientemente amplio y válido, pues la libertad no debe, no puede ser resultado de la sinrazón, de la nada y el vacío. El hombre que es libre y no sabe qué hacer con su libertad está condenado a vivir en la sombra.

Aceptando la teoría de que el hombre es libre de elegir su destino, de que la vida es un constante debate entre una decisión u otra; de que la libertad nos es inherente, intrínseca, congénita e irrevocable, surge una cuestionante sombría sobre el derecho que suponemos irrefutable: ¿es el hombre realmente libre en su pensamiento, su temple, su juicio y su modo de conducirse por la vida? La incertidumbre se inserta con la funesta tesis de que el hombre no es libre por ser hombre: que la libertad no es más que un paradigma exterior a él, ajeno. El hombre cree ser libre y con esta creencia alivia sus luchas internas, la eterna adversidad humana y los atentados mismos contra esta libertad ilusoria que defiende a toda costa.

Parte innegable de la libertad es poseer un pensamiento crítico, autónomo, desprovisto de ataduras ideológicas y convencionales. Opinar, sin embargo, no significa ser libre. Tener una opinión respecto a todo no es necesariamente una cualidad positiva de las sociedades modernas, sobre todo cuando el individuo en cuestión no advierte que esa opinión que cree tan íntima, personal y auténtica no es más que una respuesta mecánica a un estímulo dado, que su percepción sobre determinado tema está terriblemente influida por organismos conductores del pensamiento, que controlan y dirigen su modo de ver las cosas. Naturalmente, hay casos mucho más afortunados, pero son aquellas opiniones cuyo fundamento se basa en el estudio y el análisis profundo –y ante todo, personal– de un tópico o circunstancia.

Si la opinión individual es un asunto lo bastante complejo en sí, la opinión de una colectividad es un elemento aún más complicado de discernir. La opinión pública es un concepto utilizado con cierta ligereza dentro del ámbito social y periodístico. Con frecuencia los medios de comunicación definen como opinión pública lo que para ellos refleja el sentir de un determinado sector de la población. Al limitar tan pobremente el concepto, merman su definición misma y deforman de alguna manera los variados matices que componen a la opinión pública.

Lo primordial seria delimitar el carácter público de la proposición, en cuya significación se excluye la acepción de público entendido como una situación de conocimiento popular y manifiesto. Público se refiere a una masa heterogénea de individuos, un auditorio anónimo que extiende un juicio determinado, resultado de una serie de factores sociales, el más importante de ellos: que exista un motivo de debate, el germen a partir del cual nacerán los juicios. Estos criterios se bifurcarán: algunos adoptarán posiciones antagonistas y otros permanecerán neutrales. Salvo honrosas excepciones, pocos se abstienen de opinar y es que de hecho el principal problema de la sociedad mediatizada es que todos tienen algo que opinar, sobre cualquier tema, sin importar lo infundamentado o ignominioso de su juicio. En la práctica se descubre que no hay un asunto sobre el cual el mexicano medio no tenga una opinión, por más ociosa e incompleta que ésta sea. Según K. Young la opinión es una creencia lo bastante fuerte o más intensa que una mera noción o impresión, pero menos fuerte que un conocimiento positivo sobre pruebas completas o adecuadas[1], es decir que la opinión no es una dilucidación experta y extensiva –ni pretende serlo–, pero tampoco está exenta del análisis y la profundidad: una opinión no puede ser buena o mala (juicios maniqueos), sino válida o adulterada, estudiada o precipitada, auténtica o influenciada.

Por otro lado, la opinión pública surge como respuesta a un evento (controversial, en la mayoría de los casos y más aún si se le da un tratamiento sensacionalista) que divergirá las conciencias. Tiene, por lo tanto, un momento. La opinión pública es, evidentemente, transitoria; evoluciona, se consensa y busca incluso soluciones a la problemática suscitada. A veces se le otorga una importancia excesiva, imprudente. Un escándalo, por ejemplo, provoca acaloradas discusiones cuyos propósitos son ambiguos o, en el mejor de los casos, absolutamente inútiles. Gianfranco Bettenini y Armando Fumagalli sostienen, en la obra Lo que queda de los medios, que el gremio periodístico es el más necesitado de una cierta ética (deontología) que le permita garantizar una óptima tasa de información y transferencia de la misma. Gran parte de la “información” que circula en los medios es irrelevante, trivial. ¿Será cierto que, como la sociología del conocimiento establece, las sociedades evalúan –o clasifican– la información como conocimiento, aún cuando los medios presentan notas que sólo a su juicio (y por ende, al del público sometido a su discernimiento) son apreciables? El individuo raras veces repara en la importancia de aquello que lee en los periódicos, mira en la televisión o escucha en la radio, y lo toma sin más como los hechos –indiscutibles– del acontecer actual, ignorando acaso que las agencias de noticias hacen una selección, si no arbitraria, sí por lo menos jerárquica de la información; que la televisión presenta únicamente lo que puede traducirse en imágenes (y la imagen debe ser, por principio de cuentas, atractiva y persuasiva) y que la radio carece de la protocolariedad intrínseca de la prensa escrita. Para los autores italianos “en una sociedad democrática una información correcta es aún más necesaria que en una sociedad dictatorial”[2]. Yo agregaría que, en la sociedad que fuere, la información correcta es indiscutiblemente necesaria, en todos los casos. La información no es conocimiento: pero el conjunto de datos adecuados tiene la capacidad de desarrollar en el individuo juicios y apreciaciones. Puede ser que el problema no radique en la información en sí misma, sino en el tratamiento que se le da. He aquí el papel preponderante de los medios de comunicación. K. Young revela la realidad de los hechos (que, dicho sea de paso, derriba algunos mitos románticos respecto a la prensa escrita): el periódico no es una institución de caridad ni reformista. Sí, es un servicio público, pero en realidad es una empresa comercial que vende noticias y propaganda. En la historia de todas las naciones se encuentra implícita la labor conciliatoria, moral o incluso subversiva y revolucionaria de los medios de comunicación, especialmente de la prensa escrita. La prensa misma nace como una necesidad de alivio ideológico, de emancipación de los imperios o gobiernos autoritarios. En el caso de México, como lo describe Monsiváis en Tiempo de Saber, la prensa fue un parteaguas y aliciente de los ideales revolucionarios e independentistas; sin embargo, también es cierto que durante el porfiriato las publicaciones se circunscribieron a la política (apolitizada, por decirlo de alguna manera) de Díaz, y la suma administración –entre otras cosas– procuraba mantener las opiniones a raya. El lector no podía confiar del todo en la entereza y legitimidad informativa de los periódicos, puesto que éstos estaban manipulados por el gobierno: financiados por él, no les quedaba otra opción más que alabarlo. En la actualidad existe una pluralidad, ya no de ideas solamente, sino de estatutos y preceptos bajo los cuales se rigen los periódicos: los que bajo financiamiento gubernamental subsisten, los patrocinados por empresas privadas (propagandísticos), los que sobreviven de la mera venta y publicación, y también aquellos cuyos ideales –a costa de un arduo trabajo y no pocas penurias– se mantienen intactos. Los últimos, para el infortunio del periodismo, escasean.

Entendiendo lo anterior, puede inferirse que los medios de comunicación obedecen normas sumamente alejadas de la llamada ética periodística. Para la periodista Juana Gallego el campo periodístico se dota de un sustrato de valores, creencias, presupuestos y principios que dotan de sentido y justifican las acciones emprendidas por los profesionales que lo conforman, constituyendo la auténtica ‘cultura’ compartida[3]. Durante algún tiempo se le concedió el papel de conciencia del pueblo a la prensa, salvación de los analfabetas, refugio de los subyugados, portavoz de la sociedad. La clasificación no era gratuita, pero tampoco exacta. La opinión del periodista no carece de valor: se ha formado dentro de una auténtica cultura a la verdad y la razón. Los medios, sin embargo, obedecen intereses ajenos y dependen de organizaciones exteriores, lo que no debiera condenarse del todo. Como ya se mencionó, los medios son un negocio: no una utopía, no una redención de la ilustración. El individuo tiene como responsabilidad asumir el pertinente escrutinio de aquello que ve y sobre lo cual forma su opinión. La devaluación de la información se convierte en un proceso tautológico en el que la media, en su calidad de industria y dependencia (privada o no), modifica a su conveniencia los contenidos, porque son suyos, porque es el producto que vende y en esta transacción las virtudes del periodismo y la comunicación pierden todo sentido.

La visión no es pesimista, pero sí crítica. La opinión pública se moldea de acuerdo a los tamices que la conciben: su producto no es sólo la reacción, sino la generación de ideas preconcebidas. Monsiváis declara que una denuncia mínima, con el tratamiento necesario, logra transformarse en catástrofe ministerial[4], lo que puede interpretarse como un proceso en el cual los medios, por ser ellos los medios (el cuarto poder, según algunos ideólogos), seleccionan y, más importante aún, deciden lo que es relevante o no, trascendental o no, escandaloso o no, efímero o no. Manipulan la información, la generan si es necesario (notable es el caso del periodista estadounidense, William Hearst, precursor del periodismo sensacionalista, quien inventaba potenciales guerras y hostilidades con tal de conseguir la exclusiva) y la muestran en el momento y la circunstancia que deseen. El espectador o lector, seguro de ser privilegiado al tener acceso instantáneo y global de la información, acepta sin prejuicios lo que los medios le ofrecen.

Entonces cabe debatir a profundidad el concepto de libertad en el hombre, si verdaderamente elige su postura ante un hecho determinado o en realidad ha sido dirigido, no sin entusiasmo y sutileza, por los medios. Natural en el individuo es defender su libre albedrío; apoyarse en la certeza de que el hombre no está desprovisto de criterio y circunspección y que estos conceptos aparecen constantemente en sus opiniones. Ser hombre implica la inexorable facultad de discernir y razonar. Ser hombre es también sinónimo del absolutismo de la conciencia; el ser humano es lo suficientemente tenaz como para imponer su visión y perspectiva del mundo. La historia también ha demostrado que el autoritarismo es inherente a la naturaleza del hombre y quienes han tenido la facultad para ello, lo han ejercido sin dubitaciones. Si los medios de comunicación tienen el poder para orientar la opinión pública, no titubearán al respecto.

Es compromiso ineludible del individuo resguardar, precisamente, su singularidad de ideas. En el mundo actual parece no haber cabida para la individualización del hombre; sin embargo, es menester reconocer de igual forma que si bien los medios han desvirtuado su concepto, el mundo mismo aún posee la capacidad y derecho humano de la libertad y hasta que las profecías orwellianas no se cumplan, el hombre aún es dueño de su propio pensamiento.

Bibliografía:

  • Gianfranco Bettenini y Armando Fumagalli, Lo que queda de los Medios, Ediciones La Crujía. Colección Inclusiones. Primera edición en castellano, julio 2001. Buenos Aires, Argentina

  • K. Young, La Opinión Pública y la Propaganda, Editorial Paidós, México, D.F. 1995.

  • Juana Gallego et al. La Prensa por Dentro (producción informativa y transmisión de estereotipos de género), Editorial Los Libros de la Frontera. Barcelona, España, 2002.

  • Carlos Monsiváis y Julio Scherer García, Tiempo de Saber: Prensa y Poder en México, Editorial Nuevo Siglo-Aguilar.


[1] K. Young, La Opinión Pública y la Propaganda, Editorial Paidós, México, D.F. 1995. pp 10

[2] Gianfranco Bettenini y Armando Fumagalli, Lo que queda de los Medios, Ediciones La Crujía. Colección Inclusiones. Primera edición en castellano, julio 2001. Buenos Aires, Argentina. pp 21

[3] Juana Gallego et al. La Prensa por Dentro (producción informativa y transmisión de estereotipos de género), Editorial Los Libros de la Frontera. Barcelona, España, 2002. pp 378

[4] Carlos Monsiváis y Julio Scherer García, Tiempo de Saber: Prensa y Poder en México, Editorial Nuevo Siglo-Aguilar. pp 215

1 comentario:

Armando dijo...

Este tema amerita, creo, un texto menos oscuro y académico, no sé si haya escrito una contraparte en su blog "no-serio" pero si no lo hizo le invito a hacerla. El tema es muy grande e importante como para dejarlo en una investigación de campo, y debería aprovechar que tiene una ventana relativamente bien visitada. Creo yo.